lunes, 13 de agosto de 2012

"El Árbol del Amor"

Hace muchísimos años, tantos que ya no hay nadie vivo para contarlo, en un pequeño y verde valle alejado de la localidad de Hualqui, vivía junto a su padre una hermosa indiecita llamada Aimey. Todo comenzó cuando las hojas comenzaban a caer mansamente a finales del verano y Aimey ayudaba a su padre a recoger las primeras uvas de la temporada:

- Hija - le dijo su padre uno de esos días - Mañana me acompañarás a Hualqui porque necesito que me ayudes a vender las pieles de conejo que guardo tras la casa.
Aimey asintió de inmediato pues siempre gustaba acompañar a su padre en todos sus quehaceres.
Al día siguiente y muy de madrugada iniciaron el largo camino hacia Hualqui.


La venta de las pieles fue buena, y entre el ruido del pequeño mercado que se había improvisado a lo largo de una calle polvorienta, la niña indígena iba y venía disfrutando de la libertad que le daban sus juveniles años. Pero al final del día y cuando todos se preparaban para el regreso a casa, Aimey divisó entre la multitud a un joven esbelto y tan moreno como ella. Sin darse cuenta quedó embelesada frente a los ojos de aquel muchacho que también le respondía la mirada con infinita ternura. El amor no tardó en llegar, como el otoño, atrapando los dos corazones que se unieron a la distancia. El tiempo y la lejanía no fueron obstáculo para volver a encontrarse todas las veces que fuese posible, ya sea en el campo o cada vez que viajaban al pueblo con su padre a vender sus cosechas. El cariño que sentían iba creciendo con la misma fuerza que crecía el viento otoñal. Sin embargo, la madre de Aimey se opuso tenazmente al romance cuando se enteró de lo que sucedía porque consideraba que su hija era aún muy pequeña y porque el pretendiente era muy pobre.

- ¡ No posee ovejas, ni tierras ! - exclamaba, a pesar de la insistencia de Aimey por hacer valer más el amor que las cosas materiales.


Sin embargo, Aimey no hizo caso a las advertencias y continuó juntándose con el joven muchacho. Entonces la madre buscó a una viejecilla a objeto de eliminar al pretendiente. Sin duda que lo logró, tal vez de qué forma y a través de qué hechizo, más el amado joven de tez morena jamás regresó. Aimey, desconsolada, intentó persuadir a la viejecilla, pero pronto se dio cuenta que el hechizo era irreversible y que nunca más volvería a ver a su amado. La viejecilla, al ver el llanto desconsolado de la pequeña Aimey, le dijo que la única forma de encontrarse con su amado era a través del dios del mal, es decir, el Diablo.


Una noche de San Juan, día preciso según lo aconsejó la viejecilla, y a orillas de un río, Aimey tuvo su primera conversación con el rey de las tinieblas. Las carcajadas retumbaron entre los cerros cuando la indiecita comenzó a relatarle su problema, y tan pronto hubo callado prosiguió escuchándola.  
- Mírame- le dijo Aimey - Yo sé que nunca más podré ver a mi amado, y por eso te ofrezco mi vida si me concedes un deseo.

- ¿ Y...cuál es ? - consultó malévolamente Satanás.


- Deseo que me conviertas en un árbol, el árbol más bello e iluminado de esta región, para que todo aquel que venga a mí y llore y se lamente de no poder compartir con su amado, pueda cumplir su deseo con el solo hecho de mirarme.

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